Nota biográfica
Luis Arturo Guichard nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (México), en 1973, y reside en España desde 1997; trabaja como profesor de Filología Clásica en la Universidad de Salamanca. Es autor de numerosos trabajos de crítica literaria, ensayos y traducciones, y de tres libros de poesía: Los sonidos verdaderos (México, Juan Pablos-Unicach, 2000), Nadie puede tocar la realidad (Littera Libros, 2008) y Versión aérea (en prensa, Luces de Gálibo).
El orden de las cosas
Todo estaba repartido desde el principio
A la jirafa, un corazón de pozo profundo
A Ulises el divino, los nudos de su balsa
A cada siglo, su propio cuchillo afilado
A cada máscara, un solo personaje
Al agua, no pasar del cuello
Al vértigo, la inmovilidad si la desea
Al llanto de Demócrito, la risa de Heráclito
A los amigos, más de lo posible
A la hija única, todas las fotografías de su madre
A los padres de todos, que nada cambie demasiado
Al día, la amenaza del infinito
A las vacas de peluche, el mito de Europa
A la tierra plana, otras cosas bellas que no existen
A la ciudad, un círculo, una línea y buena suerte
A los libros, que valgan al menos lo mismo
que un minuto de realidad
Al camello, el reino de los cielos directamente
Al lugar en que se nace, una maleta con brújula
Al lugar en que se muere, otra (y juro que existen)
A la mierda, tantos años de hambre
A Narciso, un estanque limpio
A los caminos laterales, que se vuelvan centrales
(y a los centrales, que se vayan de fiesta)
A la luz, ser monopolio de un solo sentido
A los amantes, hacer largo su viaje
A los poetas jóvenes, tres manuales de métrica
A los poetas mayores, ver lo que veía Rilke
A la alegría, una manzana, un Buda y un relámpago
Al azar, todo lo demás
El camino hacia arriba y hacia abajo
Asomado al lago he visto dos caminos.
Uno comienza en mi habitación y crece,
se convierte en calle, árbol frondoso,
paseantes en Hyde Park, ciudad, país,
galaxia, que armónicamente se multiplican
dejando caer a su paso, como al desgaire,
lo que después llamaremos tiempo.
El otro comienza en ese algo sobre nosotros,
lúcido y visible cuando toma forma
de Osa, Gemelos y Cochero,
se empequeñece de pronto, se rinde,
se convierte en galaxia, país,
Charleville, mi habitación, este recuento.
Se encoge como el adulto al que agobia su poder
y se refugia en un caramelo.
No hace falta Heráclito para saber que los dos
caminos son uno y el mismo.
El camino hacia arriba y hacia abajo
es bastante menos que dios
pero es mucho más de lo que necesito.
Num dia excessivamente nítido…
–Alberto Caeiro, O Guardador de Rebanhos, XLVII
Aunque ya se sabe que nunca se vuelve
qué placer los dedos sobre la misma taza,
el libro que la memoria ya no necesita, abierto
hacia la misma plaza de todas las mañanas
y que todo lo nuevo pase de largo.
Resistirse otra vez al impulso
y ver alejarse entre la luz de un día
excesivamente claro
la línea que de una vez, ahora sí,
contenía en once sílabas el enigma
completamente descifrado.
En primer lugar porque cae,
que es menos pretencioso que elevarse.
También porque hace magia de fiesta de niños:
pone el pañuelo, oculta las cosas un momento
y las deja luego como estaban.
Hace que los campos más comunes
se conviertan en bosques artúricos
y que se pueda escribir en la ventana con el dedo.
Es sencilla y no sirve para nada.
Se da cuenta y se marcha por sí misma.
Yo estoy del lado de la niebla
pero siempre han ganado los adoradores del humo.
Ya no hay caminos
Los caminos sólo existieron
mientras la tierra fue plana.
Avanzaban rectos, decididos,
dueños de la realidad de la línea,
sin cruzarse nunca antes de llegar al abismo
y caer, más largos aún, en busca de otra tierra.
Sólo entonces existieron los viajeros,
los que tenían ojos habituados
a un horizonte inmóvil,
los que sólo sabían dónde dormir esa noche,
los que no conocían la debilidad del círculo
ni el consuelo de volver al punto de partida
si seguían caminando una vez perdidos.
Ahora todos los caminos tienen señales
y ya no podemos perdernos
si no es dentro de nosotros mismos.
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